Nunca he sido una persona sociable; los actos
públicos —en especial las fiestas— me desubican y me inquietan. Accedí a acudir
justo ayer por la tarde. Yo me encontraba nadando entre un sin fin de tratados
de farmacopea cuando el ilustre doctor Williams interrumpió mi concentración. A
pesar de ser una eminencia en el campo de la salud y la enfermedad, se sentía
siempre seducido en exceso ante cualquier ocasión de compartir algún que otro
baile con señoritas jóvenes y de buen ver. Siempre se burla de mi haciendo
referencia a mi ascendencia puritana. Así que, en aras de satisfacer a mi
mentor, hoy me ajusté la corbata de gala y me dirigí a la hacienda de los
Sanders. Los Sanders era la familia más acomodada de Ashby, sus riquezas
radicaban en la explotación de la gran cantidad de tierras que poseían; de las
cuales, disfrutan desde hace más de veinte años. Se había convertido en tradición,
que todas las noches al finalizar el mes de Octubre—en Víspera de Todos los
Santos—, se celebrara una fiesta con su festín incluido. Al parecer, había sido
idea de la joven Annabelle Sanders, la
hija menor del hombre más acaudalado de todo Ashby. Aquella tradición
comenzó hará unos años como un pequeño capricho de la joven; ahora se había convertido en una cena de gala
a la que solo acudían las personalidades más importantes del pueblo y que daba
muestra de la fidelidad entre las diferentes familias de Ashby.
Ya había llegado ante la puerta de la hacienda de
los Sanders cuando un nudo acudió a mi garganta. No sabía que estaba haciendo
allí. Blancas columnas sostenían el blanco pórtico de madera que me daba la
bienvenida a la puerta principal. Justo ante aquella misma puerta de oscura
madera me esperaba el doctor Williams. Abrió los ojos sorprendido al verme,
creo que no esperaba que me decidiera a acudir; sinceramente yo tampoco
esperaba tal cosa. El doctor Williams tomó la aldaba de la puerta— cuya forma
emulaba la delicada mano de una joven— y golpeó la puerta a la espera de que
salieran a recibirnos. En cuanto la puerta fue abierta por una señora— que a
juzgar por sus ropas debía de pertenecer al servicio de la familia— , el olor a
cerdo asado con rico acompañamiento de puré de manzana no tardo en acudir a mis
fosas nasales. Mis estómago rugía excitado. Mi entusiasmo hacia las viandas que
estaban servidas en la mesa del comedor principal de los Sanders se vio
interrumpido por mi cada vez más preocupante agorafobia. La sala estaba
atestada de personas que danzaban al ritmo de unos músicos que acariciaban las
cuerdas de sus violines con violencia. El salón comedor poseía suficiente
espacio como para que cada uno de los presentes danzara sin tropezar ni darse
un pisotón. Evadí la mirada de los presentes contemplando los bustos de
animales disecados, sin duda, los trofeos de guerra del señor Sanders. Una mano
fue a parar a mi hombro y yo que había dejado reposar mi mirada sobre los
cuadros familiares di un respingo. Era el doctor Williams que me contemplaba
con semblante divertido. Sin darme cuenta, en los momentos siguientes el doctor
ya me había presentado al mismísimo señor Frederick Sanders, el propietario de
todos aquellos cuerpos muertos y secos que se exhibían en las blancas paredes
de la gran sala. Era un hombre bajito y algo regordete, su figura había vivido
sin duda mejores tiempos, al igual que su cabello, el cual escaseaba en la zona
de la coronilla.
Dejándome llevar por el doctor, acudimos a la mesa
de invitados una vez el señor de la hacienda declaró que había llegado la hora
de degustar el plato principal, la carne humeante tenía una pinta realmente
deliciosa. La mesa de invitados era una mesa con forma de prisma donde cada uno
de los invitados se sentaba junto a sus familiares y amigos más allegados.
Presidía la mesa el propio Sanders con su hijo Kenneth a su diestra y la joven
Annabelle a su siniestra. Mi vista por primera vez se desvió del lechón
humeante para posarse sobre la hermosa Annabelle. Sus cabellos rojizos caían
ondulados sobre su pálida piel que quedaba expuesta como un bello cuadro cuyo
marco constituía su aterciopelado y verde escote. La muchacha parecía
divertirse con algo que relataba su alto y fuerte hermano, a juzgar por los
gestos de éste debía de tratarse de alguna estupidez. Debía dejar de mirarla,
no era correcto; a pesar de ello mis ojos no se separaban de sus finas y
blancas manos, de sus blancas y delicadas uñas. Entonces me miró; y nada en
aquella sala tenía ahora tanta importancia. Le rodeaba un halo de luz; sus ojos
verdes felinos despertaron todo aquello que siempre se había mantenido oculto
bajo cien cerraduras en algún rincón de mi alma. La tierna y bella Annabelle
Sanders.
La cena terminó. Las notas procedentes de los
rápidos violines enseguida levantaron a los ebrios invitados que comenzaron a
moverse al son de la música. Yo me mantuve sentado observándola a ella. Su
cuerpo se movía grácil y rítmico, como si aquella melodía hubiese sido creada
especialmente para lucirla a ella y su aterciopelado vestido esmeralda que
ceñido mostraba sus excelentes formas. Tomé una copa más de vino, por mi mente
pasó la posibilidad de tomar su mano y comenzar un apasionado baile frente a
los invitados a la fiesta. Tal cosa no ocurriría ni en cien años. Cansado y
decepcionado conmigo mismo— una vez más—, decidí salir al exterior de la
hacienda a tomar algo de aire fresco. Las campanadas de la santa iglesia
replicaron anunciando la media noche y lo que de seguro sería mi fin de fiesta.
La fiesta no acabó allí. Cuál fue mi sorpresa y satisfacción que al volver la
mirada hacia la puerta de madera, apoyada sobre la misma estaba ella, la
hermosa Annabelle. Sus labios eran aún más rojos y su sonrisa volvió a iluminar
mis anteriores y derrotados ánimos.
La joven tomó entre las manos su largo vestido y
corriendo juguetona emprendió una carrera en dirección contraria a la fiesta.
Su inesperada y extraña actitud no me sorprendió, estaba fascinado por sus
movimientos, por su risa y sus tiernos gemelos. La seguí sin pensar en nada
más, ni siquiera en que era la hija de Sanders. Mis pasos me llevaron sin darme
cuenta hacia los límites del bosque. El vaho que salía de su boca parecía
mágico, al igual que el improvisado baile que me ofreció a la luz de la luna.
No fui consciente de que nos habíamos internado en el bosque. La noche no era
oscura, la luna brillaba con su luz plateada por lo que continué siguiendo la
figura de Annabelle que sin miedo atravesaba la espesura entre danzas y
rítmicas vueltas. Se escondía tras los árboles, como queriendo jugar al
escondite. Yo jugué. La seguí, la encontré y acto seguido la perdí de vista. Un
escalofrío recorrió mi espalda, la oscuridad de la noche pareció espesarse
hasta sumergirme en la más completa tiniebla. Me quedé solo ante el único
amparo de las criaturas nocturnas. Anabelle había desaparecido.
Tropezando con las piedras y accidentes del follaje
me sumergía cada vez más en las entrañas del bosque. Sus oscuros árboles me
había absorbido, torpemente me abracé a sus fuertes troncos. Extraños símbolos
habían sido tallados sobre ellos, mis dedos recorrieron cada línea; sin darme
cuenta, había comenzado a temblar. Sin sentido alguno, tuve la sensación de que
algo o alguien me acechaba tras la oscura nube de arbustos. Un sudor frío
comenzó a precipitarse sobre mis sienes. Perdido, recorrí el bosque tratando de
encontrar el camino de vuelta a Ashby. Tras varios intentos, aterrorizado,
descubrí que me había perdido y que describía una trayectoria circular. Cansado
de mi búsqueda fútil, trataba de recuperar el aliento cuando logre vislumbrar
un accidente del terreno, parecía una cueva que había elaborado la propia
naturaleza. Tras haber perdido la noción del tiempo, asumí que debía de pasar
la noche en algún lugar cálido y resguardado de las alimañas del bosque. Mis
ojos ya acomodados a la oscuridad contemplaron la oscura cueva, era como las
fauces de un depredador que aguardaba a su presa. Mi corazón casi iba a salirse
del pecho; sin conocer el sentido de mi temor, aquel oscuro lugar helaba mi
sangre. No entraría en aquella cueva, con temor a dejar aquel lugar a mis
espaldas, me dispuse de nuevo a buscar el camino al pueblo. Sentí como si
cientos de ojos se posaran sobre mi nuca en cuanto comencé de nuevo mi
búsqueda. Caminé ya cansado entre la oscuridad, la cueva ya debía de haber
quedado bien atrás. Volví a la encrucijada de símbolos tallados que encontré
justo cuando desapareció Annabelle. Nadie se encontraba allí. No lograba
orientarme y parecía recorrer siempre el mismo sendero.
Cada piedra se me
antojaba similar a otra, al igual que aquellos troncos tatuados que parecían
observar mi patético intento de volver a casa. El bosque no tenía fin, ya casi
me había decidido por tomar una pausa cuando quedé paralizado de pánico al
comprobar que ante mí se encontraba la cueva; la misma cueva que había
abandonado justo en dirección contraria. Era imposible. De nuevo se abrían
aquellas terribles fauces que finalmente me engulleron hacia su interior. Nada
pude hacer para evitarlo, cuando me percaté me encontraba dentro de sus oscuros
pasillos. Cuando volví mi mirada hacia atrás ya no existía salida alguna. Mis
piernas temblaron, al igual que mis dientes que comenzaron a castañear. La
oscuridad absoluta. Deambulé por los estrechos pasillos de la gruta
orientándome con mis propias manos hacia las profundidades de aquel lugar de
dudoso destino. Mi desasosiego acabó cuando aquellas paredes se tornaron
cálidas, casi palpitantes, como si tuvieran vida propia. Descendí agradado ante
el ambiente en el que ahora me encontraba, era una sensación extraña pero, era
como si hubiera regresado al mismísimo seno de mi madre. Un potente latido me
llevó aún más profundo, quería sentirlo junto a mí y dormir cerca de él. Sin
entender nada de lo que me estaba ocurriendo llegué a una sala iluminada. La
fuente de luz parecía una oquedad que se encontraba en la bóveda que conformaba
aquel lugar. Avancé hasta el centro de la sala donde reposaba un altar de
piedra. Un potente olor a sangre de entrañas llegó a mi olfato; pero no me
resultó desagradable. El altar que había ante mí había sido decorado con
pétalos de diferentes flores silvestres,
además de velas rojas que parecían orientadas a los cuatro puntos cardinales.
Un pesado cansancio se hizo presa de mí, aquel altar me pareció un lugar
perfecto de descanso, era acogedor. La suave tela del mantel que reposaba sobre
el altar olía a hierba fresca, me acomodé en posición fetal y cerré los ojos en
búsqueda de mi descanso. No me pregunté nada más, no pensaba, solo sentía.
El sonido de
una voz familiar me despertó de mi sueño. Abrí los ojos y mis nervios se
crisparon al reconocer a la persona que sonriente estaba vigilando mi sueño.
Era Annabelle, sus cabellos ahora algo alborotados le daban un matiz salvaje
que enriquecía su atractivo, sin embargo, sus ojos me aterrorizaron en cuanto
los contemple; eran los mismos ojos verdes con los que me quedé embelesado en
la cena, solo que, estaban muertos. Mi cuerpo no obedecía mis órdenes así que
ella dispuso mi cuerpo recto a su antojo sin obtener resistencia alguna. Mis
gritos quedaron encerrados impotentes. Sus manos mostraron un afilado cuchillo
de hoja ondulada, con una sonrisa en los labios lo acercó lentamente a mi piel.
Sentí la fría hoja recorrer mis mejillas, el filo había comenzado a penetrar mi
sudorosa epidermis. Mi cuerpo continuaba sin obedecerme, impotente, me había
convertido en un observador de un sádico rito que me aterraba. Annabelle rasgaba
mi piel satisfecha con cada gota de sangre que caía al suelo; yo no sentí dolor
alguno. Curvas y rectas describieron un camino de sangre sobre mi anatomía
desnuda que insensibilizada no percibía el dolor que estaba experimentando.
Volví a perder la noción del tiempo, para cuando Anabelle desapareció mi cuerpo
se contorsionó ahora consciente del intenso dolor de mi propio desollamiento.
Lloré y grité desconsolado en la oscuridad de la cueva. Caminé ahora
tambaleándome sobre el suelo de la sala que había sido regado con mi sangre.
Caí finalmente desmallado, impotente e incapaz de continuar sintiendo aquel
desgarrador y terrible dolor.
Abrí los ojos y me encontraba ante las inmediaciones
del bosque. Volví la mirada incrédulo; estaba de nuevo en Ashby. Como si todo
hubiera sido una horrible pesadilla, aquel dolor tan real y lacerante había
desaparecido. Mis manos aún temblaban y mi respiración entrecortada denotaba mi
aún estado de pavor. Mis pasos rápidamente trataron de evadir el fatal bosque,
me dirigí de nuevo hacia la hacienda Sanders. Quizá el doctor Williams pudiera
hacer algo con el trastorno mental que acababa de sufrir.
De nuevo la blanca residencia ante mí, la música de
los violines podían escucharse desde el exterior. Una carcajada femenina nubló mi
sentido del oído, era como un eco fantasmagórico que me hizo recordar los
acontecimientos de la oscura gruta. Avancé hacia la puerta de madera oscura.
Justo en la misma exacta posición que al principio de la velada y con la misma
sonrisa en el rostro, me esperaba el doctor Williams. Volvió a tomar la aldaba
de la puerta y la señora del servicio nos permitió la entrada. Era como si todo
de nuevo se volviese a repetir a la perfección. Los mismos invitados, la misma
cena, la misma música. Y también estaba ella, Annabelle, danzando de nuevo al
ritmo de los violines. Ahora no me atrevía a mirarla, su mera imagen me
aterrorizaba. Sus ojos muertos volvieron a mi mente ahora perturbada. Inquieto
y entre tiritonas decidí salir de la hacienda Sanders. El aire fresco me
devolvió algo de cordura. Las campanadas de la iglesia volvieron a dar las doce
de la medianoche. Volví mi vista hacia atrás. Horrorizado la volví a
contemplar. Apoyada sobre la puerta estaba Anabelle, su blanca sonrisa
permanecía imperturbable. Mi cuerpo se volvió de nuevo rígido a su voluntad,
caminó alrededor mía con altanería y sin ningún esfuerzo me condujo de nuevo al
bosque...
De nuevo al bosque...
De nuevo al bosque...
De nuevo al bosque...
¡FELIZ HALLOWEEN!
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